lunes, 1 de septiembre de 2008

DE QUÉ HABLAMOS AL DECIR DROGA



por Juan E. Fernández Romar

Uno de los principales problemas que se presentan a la hora de intentar una consideración sistemática y científica de ese nudo gordiano denominado "la droga" radica en la falta de una lógica clara que justifique la ilegalidad de las sustancias prohibidas. En primer lugar, la frontera entre las sustancias permitidas y las prohibidas obedecen a criterios extrafarmacológicos.

Dentro de las prohibidas se encuentran depresores como los opiáceos, estimulantes como la cocaína, y alucinógenos como la mescalina, entre muchas otras. Es decir, que no constituyen un grupo homogéneo de sustancias sino que se trata de una gran diversidad de sustancias con efectos disímiles.
En el amplio rubro de las sustancias ilícitas pueden hallarse drogas con valor medicinal como el fenobarbital o las anfetaminas (que se tornan ilegales cuando su circulación no responde a una indicación médica), otras a las que actualmente no se les reconoce un uso medicinal aunque años atrás fueron utilizadas exitosamente con fines terapéuticos tal como sucedió con la psilocibina o el LSD (cuya restricción resultó muy opinable), y también sustancias de uso industrial como los pegamentos que contienen tolueno. Por lo tanto, las conductas que se procuran prevenir y combatir, en algunos casos corresponden a formas de cuestionamiento de la opinión oficial de las instituciones que administran las drogas psicoactivas legales, y en otros a usos atípicos de sustancias de consumo doméstico.
En el renglón de las drogas de uso medicinal reconocido -pero de comercialización restringida a vías controladas- se pueden observar tanto drogas generadoras de dependencia física y psicológica (los derivados del ácido barbitúrico) como otras con efectos adictivos más atenuados como el popular diazepam (valium). Pese a que el denominado potencial de abuso difiere mucho de unas a otras, el criterio imperante en este aspecto es el mantenimiento de la hegemonía médica sobre la validación de su uso y su administración.
De todas formas, la contradicción mayor del orden legal vigente radica en que hay drogas que presentan potenciales de abuso altos, gran capacidad adictiva, y elevados índices de morbilidad como el alcohol o el tabaco y siguen siendo legales mientras que otras drogas con efectos iguales o eventualmente menos perjudiciales, como la marihuana, se encuentran rigurosamente prohibidas.
"Quien fuma cannabis es un delincuente que verá agredida su personalidad y su vida tras una violenta incursión policial, plagada de vejaciones. Quien bebe whisky escocés será felicitado por su buen paladar y lógicamente, su comportamiento no interesará al Derecho Penal" (1)
Intentando salvar todas estas dificultades técnicas y contradicciones teóricas la Organización Mundial de la Salud propuso entender por droga a cualquier sustancia que introducida en organismos vivos puede modificar varias funciones. Definición genérica que puede englobar las más diversas sustancias y que se aproxima bastante al viejo concepto de pharmakon imperante en la antigüedad griega, que indicaba tanto remedio como veneno. La cuestión para los griegos radicaba en la dosis.
De todas maneras, en los textos especializados se suele definir con más precisión la cuestión, aclarando que se trata de sustancias que independientemente de sus utilidades terapéuticas, actúan sobre el sistema nervioso central modificando el comportamiento de un individuo, siendo el abuso de las mismas potencialmente peligroso para la persona o para el resto de sus congéneres ya sea por lo que pueda hacer bajo sus efectos, o bien, porque su uso continuado le produzca una dependencia física o psicológica intensa. Consecuentemente, el problema es centrado del punto de vista médico y jurídico en torno a dos ejes: el peligro del abuso y el riesgo de la fármaco-dependencia.


El peligro de abuso

Cuando se habla del abuso de drogas, generalmente se alude a la autoadministración de alguna sustancia que se aparta de las costumbres sociales aprobadas dentro de una cultura. Como el referente es una convención social, es posible observar una variación muy grande en lo que se considera abuso, al comparar dos culturas diferentes o bien dos momentos históricos distintos. Incluso es posible encontrar importantes variaciones idiosincrásicas dentro de una misma cultura, hecho que difumina esa hipotética frontera de la transgresión.
La cultura islámica, en términos generales, se ha mostrado tradicionalmente inclinada hacia el uso de la cannabis y ha condenado fuertemente el uso de bebidas alcohólicas mientras que en la cultura judeo-cristiana occidental se ha dado lo contrario.
En los países occidentales, por ejemplo, se considera un abuso la dipsomanía crónica, mientras que una borrachera ocasional, por más grande que sea, está aceptada socialmente. Con el uso de barbitúricos o analgésicos opiáceos ha pasado lo mismo; su uso bajo prescripción médica para conciliar el sueño o para aliviar el dolor es respetado socialmente, pero la autoadministración de las mismas drogas en dosis similares con fines recreativos o para inducir euforia es entendido también como un abuso.
Otro tanto sucede con el tabaco. Pese a las abundantes campañas en contra de ese hábito o adicción su uso sigue siendo tolerado y no configura delito.
Normalmente uno de los argumentos más fuertes esgrimidos para sostener la prohibición de las drogas es el perjuicio que puede acarrear a la salud del consumidor y a la sociedad de la que forma parte. Sin embargo, como bien señala Jerome Jaffe "...el carácter perjudicial de los efectos (de las drogas) sólo puede determinarse después de evaluar la forma de uso de un individuo dado y de considerar las alternativas disponibles. Por ejemplo, si la única alternativa frente al uso de opiáceos es el uso compulsivo del alcohol, muchos opinan que la dependencia de los opiáceos es mucho menos destructiva para el individuo y la sociedad, y que debe tomarse alguna medida para que esa persona pueda usar drogas opiáceas." (2)
Gabriel Eira, colaborador y amigo que años atrás trabajó en la Policlínica de Farmacodependencia del Hospital Maciel, fue quien me comentó por primera vez que la mayoría de los consumidores habituales de sustancias ilegales que concurrían a esa dependencia, luego de los cuarenta años desviaban su consumo hacia el alcohol en forma exclusiva, evitando así los problemas legales.
Por otra parte, prácticamente cualquier sustancia encierra un potencial de abuso, perjudica la salud, y altera varias funciones, incluida la conciencia, ya que no existe un estado patrón único de conciencia y percepción. Son funciones permanentemente moduladas capaces de ser alteradas tanto por factores internos como externos.
El profesor Patrick Moyna, ex-Decano de la Facultad de Química comentó una vez en una charla que un alemán fanatizado con el consumo de manzanas con cáscara terminó muriendo por una acumulación excesiva de cera en su organismo.

El riesgo de la dependencia

Otro de los problemas conceptuales más frecuentes que enfrenta cualquier persona que se interese por este tema y que se aboque a investigar con seriedad es la ligereza con que se habla de fármaco-dependencia en la mayor parte de la literatura dedicada a las drogas. Se trata de un concepto de capital importancia tanto para la valoración social del riesgo como para la evaluación jurídica de las más diversas situaciones.
En primer lugar no todas las drogas ilegales presentan capacidad adictiva y muchas de ellas ni siquiera se inscriben en una tradición o subcultura del consumo que propicie un uso regular de las mismas. Al LSD, por ejemplo nadie le imputa que genere ningún fenómeno de dependencia física . Con otros alucinógenos como los hongos psilocíbicos (Stropharia cubensis), sucede lo mismo, y debido a sus potentes efectos, quienes los consumen suelen darle un carácter más experiencial que de hábito.
Hablar de adicciones o de dependencia (3) implica considerar fenómenos de tolerancia (4) y de síndrome de abstinencia (5), y varias de las sustancias ilícitas como las daturas, ibogaína, ayahuasca, ketamina, mescalina, psilocibina, entre otras no presentan estas características. Incluso son pocas las sustancias que presentan síndromes de abstinencia tan fuertes que en determinadas circunstancias y contextos condicionen significativamente la conducta de las personas orientándolas hacia actividades delictivas para procurarse una dosis (narcóticos y cocaína).
Por otra parte, la delincuencia asociada a las actividades desesperadas de un adicto no sólo obedecen a la naturaleza de su vicio (su responsabilidad es incuestionable) sino a la ilegalidad que rodea a esas sustancias, que eleva desmedidamente su precio, y que vincula su comercialización con las mafias, y comprometiendo la vida de los adictos por el riesgo de las adulteraciones.
La frontera legal entre las sustancias lícitas y las que no son no ha respondido nunca a una lógica científica clara que justifique su prohibición sino al fervor moralizante de "cruzados reformadores" de la legalidad y a un complejo juego de intereses económicos. (6) Más adelante veremos como la popular yerba mate, sustancia muy apreciada en el Uruguay y en amplias zonas del cono-sur sufrió largos períodos de proscripción basados en razones similares a las que ahora se esgrimen en contra de las drogas ilegales.
Varias investigaciones históricas y sociológicas emprendidas por figuras destacadas a nivel internacional como Thomas Szasz, Howard Becker, o Rosa Del Olmo (7), entre otros, han puesto en evidencia el caracter xenófobo de las cruzadas prohibicionistas iniciadas originalmente en los Estados Unidos.
A comienzo de siglo cuando la ola de inmigración china comenzó a comprometer las fuentes laborales de los obreros norteamericanos se desencadenó una reacción xenófoba que entre otras cosas determinó la prohibición del consumo de opio, actividad asociada popularmente a la cultura china. Tiempo después se prohibió el consumo de marihuana por su asociación con la cultura mexicana y el consumo de cocaína por su fuerte vinculación con la población negra. En momentos críticos de desempleo la sociedad blanca comenzó a temer la competencia de otras fuerzas de trabajo dispuestas a trabajar por salarios menores y esa "amenaza" fue redefinida como el peligro del consumo de opio, marihuana, o cocaína.
Durante la Guerra Fría los voceros oficiales de los EE.UU. intentaron denodadamente convencer a Occidente de que existía una fuerte asociación entre algunos países comunistas y el narcotráfico internacional, presentando, por ejemplo, a China Popular como una nación exportadora de heroína que intentaba por esta vía socavar la integridad moral de Occidente.
Ya en la década de los 60 hubo una nueva resignificación de la droga al asociarse con el movimiento contestatario hippie generando un estereotipo de alcance mundial en el que la figura de los jóvenes disidentes quedó inexorablemente vinculada con el uso de sustancias psicoactivas. "...Se crea a nivel de masas un estereotipo cultural basado en la imagen del drogadicto = joven contestatario, revolucionario, "verdadero enemigo interno", y al mismo tiempo se dramatiza la crisis de la heroína como coartada ideológica para lograr el control político de estas contraculturas que desafían la hegemonía de la sociedad norteamericana y europea, y facilitar al mismo tiempo, la intervención en otros países en favor del status quo internacional de poder.
Y aquí ingresamos a la otra faceta del problema. Al extenderse el consumo de drogas en la juventud, y luego más allá de ella, observándose cierta tolerancia a nivel del gobierno estadounidense, el concepto de "vicio castigable" va siendo sustituido por la óptica de la dependencia y la enfermedad. De esta forma, el castigo debe dirigirse hacia los países que obtenían ganancias por el consumo, y por ende, hacia los países extranjeros y aquí entra en escena América Latina." (8)
Si hasta aquí se ha hecho particular hincapié en cuestiones geopolíticas es porque en este tema existe un marco internacional rígido que ha sobredeterminado las legislaciones internas de cada país. La mayoría de las legislaciones nacionales sobre drogas responden a la firma de acuerdos internacionales propugnados por los Estados Unidos. Desde la Conferencia de Shangai (1909) hasta el Convenio de París (1988) pasando por la Convención Unica de 1961 y el Protocolo de 1972 de Modificación de esta última convención, se ha establecido un régimen jurídico internacional signado por la prohibición absoluta de la producción, el uso, y el tráfico de un número creciente de sustancias cuando no se trate de cometidos médicos o científicos. Política que reposa en una idea muy simple: si no hay drogas no hay consumo y por lo tanto no puede haber abuso.

Una molestia en el ojo clínico

Como se trata de una cuestión saturada de intereses económicos y políticos y de un fenómeno en el que los factores ideológicos aparecen con particular crudeza bajo la forma del prejuicio racial, el autoritarismo moralizante, y la dominación cultural y religiosa, resulta muy difícil pensar por fuera de los parámetros impuestos por el devenir de la política y la opinión pública. Situación que se ve con claridad al revisar las modificaciones del pensamiento médico sobre el tema. De hecho, el llamado "problema de las drogas" resulta impensable sino se tiene en cuenta el marco de la prohibición que lo encuadra y constituye.
El afán prohibicionista que sumó progresivamente nuevas sustancias a esa larga y creciente lista de vehículos de la ebriedad proscritos no sólo empañó los lentes de la ciencia al empaquetar elementos diversos bajo una misma etiqueta sino que agregó nuevos problemas al criminalizar sus usos. De esta forma germinaron y se multiplicaron las mafias del narcotráfico, se generó el mayor negocio ilegal del mundo contemporáneo, y se creo una nueva patología epidémica.
A la sociología no le costo demasiado tomar la diagonal de la prohibición trazada por el Derecho Penal y comenzar a pensar las causas de las conductas desviadas. Así se suceden diversos enfoques sobre la marginación social, las teorías funcionalista que consideran la anomia y las subculturas, y el interaccionismo, entre otras. No obstante, los intentos de elucidación de la cuestión desde la medicina resultaron mucho más engorrosas.
Nancy Kennedy, una de las principales autoridades académicas norteamericanas en materia de prevención ha señalado algunas de las dificultades médicas más comunes que se presentan a la hora de diagnosticar: "La adicción a las drogas es difícil de diagnosticar. A diferencia de muchas enfermedades crónicas e infecciosas basadas en pruebas de laboratorio para identificar una bacteria, un virus o un estado patológico específico, la recopilación de información sobre el abuso de drogas y otras enfermedades de adicción con frecuencia depende de informes subjetivos, pues incluso con la detección de una droga específica mediante una prueba de laboratorio, ello no implica un estado de enfermedad. Sin embargo, existen diversas indicaciones objetivas, como una marca de aguja y abscesos, que pueden sugerir el uso crónico de alguna sustancia". (9)
Pese a la multiplicidad de factores sociales que pueden motivar el consumo de sustancias psicoactivas ilícitas; a la diversidad de efectos físicos, psíquicos, y culturales que genera o propicia cada sustancia en particular; y a lo engorroso que resulta poder discriminar el consumo social recreativo y lúdico de una sustancia del hábito sin dependencia física, y de las adicciones; la racionalidad médica ha capturado esta problemática y le ha aplicado el aparato nocional y conceptual de la epidemiología, intentando además englobar la diversidad en una etiología específica como si se tratase de una enfermedad única resumible en un sucinto cuadro nosográfico. Como tal operación teórica resulta inviable epistemológicamente el discurso médico ha permanecido adherido a los avatares del devenir político del tema pasando de la patologización de la opción por el consumo a una estigmatización de las sustancias y una victimización del usuario.
Hasta los años 50, los comportamientos considerados característicos del alcoholismo y de abuso de sustancias psicotrópicas prohibidas eran observados institucionalmente desde una perspectiva moral como actos pasibles de sanción o castigo. No olvidemos que hasta entonces el denominado problema de la drogadicción estaba relacionado mayoritariamente con las minorías étnicas subordinadas y que la prohibición y represión del consumo de psicotrópicos configuraba una de las tantas formas de la xenofobia.
En 1956 la Asociación Médica Norteamericana (American Medical Association, AMA) resolvió reconocer el alcoholismo como una enfermedad, idea que se venía debatiendo desde por lo menos el siglo pasado. (10) No obstante, la elucidación de un cuadro nosográfico completo y específico referido a las drogas ilegales no era sencillo de formular en términos pasibles de ser aceptados por toda la comunidad científica.
Las dos primeras ediciones del famoso e influyente manual DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) editados por la Asociación Norteamericana de Psiquiatría (American Psychiatric Association) en 1952 y 1968 respectivamente comprendían tanto el alcoholismo como la drogadicción o farmacodependencia dentro de un cuadro denominado Trastornos sociopáticos de la personalidad, nomenclatura que ponía el acento en el carácter transgresor del adicto y en su potencial peligrosidad. Ubicación diagnóstica que revelaba una fuerte vocación moralizante y que legitimaba ideológicamente el control represivo. Este enfoque prevaleció sin ser modificado substancialmente hasta comienzos de los años 80 y fue decisivo cuando la Organización de la Salud resolvió adoptarlo para su Clasificación Internacional de Enfermedades en 1969.
En la tercera revisión del DSM realizada en 1980 se modifica nuevamente el enfoque refinando la medicalización de este tema. Los trastornos derivados del uso de sustancias psicoactivas pasan ahora a ser vistos como comportamientos inadaptados debido a los efectos específicos de determinadas sustancias; se busca discriminar conceptualmente uso, abuso, y dependencia; se propone una evaluación multiaxial que comprende estados de comorbilidad como los trastornos físicos; y los fenómenos relacionados con el acostumbramiento a determinadas drogas y sus correspondientes cuadros abstinenciales pasan a integrar la lista de Trastornos mentales orgánicos.
Siete años después el DSM-III fue revisado nuevamente y se establecen nuevas pautas para el diagnóstico de Dependencia o de Abuso, indicándose una lista de síntomas posibles y señalando que la persistencia de tales síntomas debe ser corroborada en estudios longitudinales a lo largo del tiempo, con lo que se establece una nueva dimensión soslayada en los diagnósticos puntuales: el tiempo.
En este proceso de profundización y refinamiento de la opinión médica se da también una paulatina relativización de las consideraciones dogmáticas. Teniendo en cuenta la diversidad de sustancias, modos de consumirlas, y variantes metabólicas individuales y étnicas, los especialistas se han vuelto más cautelosos al evaluar genéricamente los efectos clínicos de las sustancia. Por tal razón importantes autoridades implicadas directamente en el diseño y desarrollo de políticas sanitarias como la antes mencionada Nancy Kennedy se encarga de dejar claro que: "Para algunos individuos los efectos de las sustancias psicoactivas son dañinos física o psicológicamente. Sin embargo, para otros, lo contrario es cierto, es decir, los efectos son terapéuticos."(11)

Hábitos y obsesiones

Si bien con el tiempo se han afinado los instrumentos y las técnicas diagnósticas, y se han logrado ciertos consensos en torno a lo que se denomina farmacodependencia afinando no está demás recordar que la mayoría de los consumidores no son asociales ni delincuentes y que se encuentran integrados a las dinámicas económicas y culturales de la sociedad. Incluso una gran parte de esta mayoría ni siquiera integra lo que podría ser considerado una subcultura. "El sector marginal de la población que consume drogas sería el único al que podría reconocérsele caracteres subculturales, siendo además el chivo expiatorio que carga con las presuntas "culpas" del resto de los consumidores de la sociedad, y a su vez, el receptor del control punitivo." (12)
En ese amplio grupo de consumidores experienciales, sociales esporádicos, o regulares de alguna sustancia cuando no es posible distinguir una causa orgánica para el mantenimiento de esa conducta se suele hablar de dependencia psicológica, una noción particularmente imprecisa y de difícil determinación.
Al despejar los prejuicios estigmatizantes de las funciones que cumplen las drogas no adictivas físicamente, es posible homologar -tal como sugiere Terence McKenna- la "dependencia psicológica" que se puede llegar a establecer en relación con estas sustancias a otros tipos de "dependencias" experimentados universalmente por los humanos y a los que normalmente llamamos hábitos. Y si estas costumbres llegan a estar investidas de una intensidad especial es posible homologarlas a las obsesiones. "Cuando los hábitos nos consumen, cuando nuestra devoción hacia ellos excede las normas establecidas por la cultura, los catalogamos de obsesiones. En dichas situaciones tenemos la sensación de que la específica dimensión humana del libre albedrío ha sido de algún modo violada. Nos podemos obsesionar con casi todo: con un patrón de comportamiento, como el de leer el periódico por la mañana, o con los objetos materiales (el coleccionista), la tierra y la propiedad (el potentado constructor), o el poder sobre otros (el político).
Mientras muchos de nosotros podemos ser coleccionistas, pocos tenemos la oportunidad de consentirnos nuestras obsesiones hasta el grado de convertirnos en magnates de la construcción o políticos." (13)
De todas maneras, a la luz de los conocimientos científicos contemporáneos resulta imposible separar la dimensión física de la psicológica. Los avances en neuroquímica se han encargado de restituir la unidad perdida y de disolver la dualidad cartesiana: mente y cuerpo.

Drogas endógenas

La joven ciencia de las drogas endógenas ha demostrado que el sistema nervioso humano se encarga de producir sustancias analgésicas parecidas a la morfina (endorfina); sustancias ansiolíticas similares al valium; y también unas curiosas moléculas denominadas psicodélicas endógenas que aumentan el campo perceptivo, provocan visiones, y propician la inspiración artística, entre muchas otras. "Es desconcertante el hecho de que la morfina de la planta papaverácea y las endógenas producen un efecto bioquímico muy similar a pesar de tener fórmulas químicas diferentes.
El descubrimiento de la endorfina y sus respectivos receptores fortaleció la sospecha de que el cuerpo humano puede disponer de una farmacia interna propia. Es capaz de producir una amplia gama de psicodrogas y no solamente las hormonas conocidas desde hace tiempo, la adrenalina y la endorfina.
El opio de las papaveráceas no es el único que encuentra receptores adecuados en el cerebro humano, también otros fármacos buscan sus receptores apropiados, ocupando un sitio que, en realidad, estaba previsto para moléculas de drogas endógenas específicas." (14)
El desarrollo de los conocimientos sobre la bioquímica de los neurotransmisores ha resignificado del punto de vista científico los más diversos actos, hábitos, obsesiones, y prácticas religiosas. Por ejemplo, esa marcada inclinación contemporánea por los deportes extremos -tan en boga últimamente- puede ser entendida como una forma algo mecánica de sobredimensionar regularmente la producción natural de drogas endógenas.
Las escaladas peligrosas, las riesgosas y largas travesías en skate en medio de una marea de autos, el bicicross, constituyen buenos ejemplos de esfuerzos extremos de larga duración que sirven para aumentar enormemente los niveles sanguíneos de noradrenalina y acetilcolina, así como los de las endorfinas y hormonas sexuales masculinas. Se ha comprobado que muchas personas con tendencias depresivas buscan inconscientemente estas situaciones para estimularse naturalmente mediante la sobreproducción de esas psicodrogas endógenas.(15)
El exponerse a situaciones también extremas como el "puenting" (arrojándose de un puente con los pies atados a una cinta elástica), la velocidad, o la obsesión por las apuestas en los juegos de azar (jugándose el futuro propio y muchas veces también el de sus familias) puede ser entendido desde la perspectiva de las drogas endógenas como una forma compulsiva de mantener determinados niveles en sangre consiguiendo así estados especiales de percepción y ánimo.
En el otro extremo, la "vigilia ascética" practicada por numerosas religiones en la que los creyentes se abstienen de dormir durante períodos prolongados configura una forma eficiente de movilizar sustancias mensajeras del sistema nervioso como la noradrenalina, la serotonina, y psicodélicas endógenas.
Esta nueva forma de comprender unificadamente los estados psicológicos y los somáticos
permite entender qué buscaban los yoguis mediante ejercicios respiratorios o de meditación, y qué intentaban lograr los monjes medievales que se flagelaban, o los místicos asiáticos que se colgaban con ganchos metálicos atravezándose la piel y los músculos.

Drogas high-tech

La lógica médica en torno a las adicciones ha desembocado -con toda justicia- en la consideración de otro tipo de prácticas que no implican la introducción en el organismo de ninguna sustancia sino la mera exposición a ese torrente oniroide de imágenes y sonidos que brota del televisor. Aunque parezca una cuestión marginal al asunto central de esta exposición la "adicción a la televisión" o por a su prima hermana, la computadora, constituyen buenos ejemplos de la relatividad de los conceptos y de la dificultad inherente al uso científico de la noción de dependencia.
Dejando de lado las implicancias fisiológicas sobre la visión y el organismo en general que conlleva la exposición regular e intensiva a los rayos catódicos, el hábito, obsesión, o adicción por la TV (según como se lo mire) presenta también del punto de vista sanitario otros riesgos. "La Asociación Española de Pediatría afirmó que la televisión representa hoy una nueva patología pediátrica, esencialmente psicosocial y agrega que la violencia televisiva interviene como factor determinante en las conductas masculinas violentas." (16)
Uno de los efectos físicos más comunes que se han relacionado con el "abuso" de televisión es el de la obesidad infantil mientras que a nivel psicológico se ha observado que genera inseguridad y dependencia de las jerarquías, agresividad, individualismo, y consumo posesivo.(17)
Otros estudios realizados por la Universidad de Nuevo México han revelado que entre el 2% y el 12 % de las personas que ven regularmente televisión se consideran adictos a la programación televisiva y sienten que no pueden abandonar la práctica de lo que ellos consideran un "vicio".
El investigador norteamericano Terence McKena, es uno de los autores que más ha trabajado las analogías que se pueden establecer entre la TV y las drogas. La televisión "fue la primera de un grupo creciente de drogas de alta tecnología que introducen al usuario en una realidad alternativa, actuando directamente en el aparato sensorial del consumidor, sin tener que introducir sustancias químicas en el sistema nervioso... Ninguna moda adictiva, epidemia o histeria religiosa se ha dispersado con tanta rapidez ni ha conseguido tantos conversos en un período de tiempo tan corto.
La analogía más próxima al poder adictivo de la televisión y de la transformación de los
valores que ha introducido en la vida de los adictos duros es probablemente la heroína. La heroína aplana la imagen; con heroína, las cosas no son ni frías ni calientes; el yonqui observa el mundo seguro de que no importa nada de lo que pase. La ilusión de conocimiento y control que la heroína engendra es similar al supuesto inconsciente del consumidor de televisión, para quien lo que ve es "real" en algún lugar del mundo. En realidad lo que se ven
son las mejoras cosméticas de la superficie de los productos. La televisión aunque no invade químicamente, es, sin embargo, tan adictiva y psicológicamente dañina como cualquier otra droga." (18)
Si bien la obsesión por la televisión tardó décadas en ser vista como un problema sanitario con la siguiente generación de lo que McKenna llama "drogas electrónicas" todo ocurrió vertiginosamente.
La nueva y reciente obsesión masiva por los programas informáticos y por la navegación en Internet, fue "diagnosticada" rápidamente y en muchos países han comenzado a aparecer clínicas de rehabilitación de adictos a la informática y grupos de ayuda mutua al estilo Alcohólicos Anónimos. De hecho en el Area de Psicología Social de la Facultad de Psicología recepcionamos a comienzos del 97 una demanda institucional de una importante empresa de computación cuyos directivos se encontraban preocupados por los diversos conflictos conyugales en los que se veían normalmente envueltos sus empleados, situación que perjudicaba ostensiblemente sus rendimientos. El plantel técnico de esta empresa estaba sufriendo una verdadera ola de separaciones y divorcios derivados de esa incontenible pasión. Paradójicamente, un número importante de programadores y operadores que trabajan a diario con ordenadores cuando llegan a sus hogares buscan al distenderse mediante la navegación en Internet, los videojuegos, o el reconocimiento de programas utilitarios. Costumbre difícil de conciliar con el diálogo familiar y otras necesidades domésticas.
Desde una perspectiva mucho más complaciente y casi antagónica a la de McKenna, el viejo profeta del LSD, Timothy Leary largó apenas entrada la década una idea provocativa que generó un cierto revuelo y animó numerosos foros de discusión en la red mundial de telecomunicaciones: La PC es el LSD de los noventa.
Cuando ya nadie esperaba algo novedoso de Leary, ese ex-profesor de Harvard (que durante los 60 configuró un emblema viviente del flower-power y un apólogo de la experiencia psicodélica) su figura volvió a cobrar prestigio a partir de su abanderamiento con la incipiente cyber-cultura. Fascinado por las posibilidades de la computación y las redes informáticas se dedicó a hacer un nido en la telaraña global y comenzó a vivir pegado al módem.
No obstante, Leary no quería referirse al potencial adictivo de las tecnologías informáticas sino a la recuperación de la psicodelia por parte de la cultura electrónica.
Según el último Leary, tanto la industria de hardware como la del software eran deudoras culturales de la psicodelia hippie. Como prueba de esto Leary se encargó de señalar que tanto Steve Jobs (cofundador de Apple) como Bill Gates (fundador de Microsoft y otro de los "chicos mimados" de Harvard) tuvieron una asumida etapa de consumo de psicotrópicos.(19)
Por otra parte todas las derivas post y ultra-lingüisticas de la imaginería visual electrónica recuerdan permanentemente la alucinación psicodélica. Incluso la ética con que los hackers van definiendo las reglas y el paisaje del cyber-espacio recuerda en gran medida el ansia libertaria de los otrora llamados "niños de la flores". Aunque también su ingenuidad.


(1) Ferré Olive, J., La legalización de las drogas como alternativas político-criminal, Universidad de Salamanca, España, 1988, citado por Diego Silva Forné en Legalización de las Drogas, ponencia presentada en el Primer Congreso Nacional Universitario de Derecho Penal y Criminología, 1992.
Independientemente del señalamiento de las contradicciones presentes en el marco normativo cabe aclarar que la marihuana no es una sustancia inocua. Según estudios realizados a fines de los años 80 por la Universidad de California (Los Angeles), la carga respiratoria en partículas de humo y en niveles de absorción de monóxido de carbono de un cigarrillo de marihuana es promedialmente cuatro veces mayor que un cigarrillo de tabaco con filtro, depositando cuatro veces más alquitrán, en la boca, la garganta, y los pulmones. Asimismo se han comprobado efectos perjudiciales sobre algunas funciones psíquicas como la memoria. De todas formas los apologistas de la marihuana sostienen que sólo un pequeño porcentaje de los consumidores de la misma se ocasionan un daño similar al del alcohólico o del adicto al tabaco ya que las dosis consumidas son normalmente mucho más bajas que las de los fumadores de tabaco Más información sobre estos estudios pueden ser revisados en Inciardi, J., La guerra contra las drogas, Op. Cit. pág. 240.
(2) Las bases farmacológicas de la terapéutica de A. Goodman, L. Goodman, y A. Gilman, Ed. Médica Panamericana, Buenos Aires, 1982 pág 128.
(3) En términos generales se entiende por adicción: el deseo de una droga acompañado por una dependencia física que induce a un consumo continuo, lo que a la postre genera una tolerancia a los efectos de la droga y un síndrome característico para cada una de las sustancias cuando el consumo se suspende abruptamente.
(4) Se entiende por tolerancia: un estado de resistencia adquirida a algunos o todos los efectos de una droga. Esta tolerancia se desarrolla luego de un consumo repetido, lo cual da como resultado una necesidad de aumentar la dosis para conseguir los efectos iniciales.
También se suele hablar de tolerancia cruzada entre drogas vinculadas farmacológicamente y que la tolerancia a los efectos de una se traslade a las otras.
Un fenómeno similar es la denominada dependencia cruzada: situación en que la dependencia se manifiesta sobre un grupo farmacológico. Por ejemplo, el síndrome de abstinencia a la heroína se evita con el consumo de otro opiáceo como la metadona.
(5) Como ya se ha señalado más arriba, por síndrome de abstinencia se entiende el conjunto de reacciones que se originan en el cuerpo del adicto a partir de la suspensión del consumo.
(6) Resulta ajustado considerar a los reformadores como "cruzados" dado que lo usual es que consideren su misión como algo sagrado. Howard Becker en Outsiders (The Free Press, New York, US, 1963) analiza convenientemente esta cuestión.
(7) Aparte de Outsiders de Becker también se puede hallar buena información ampliatoria sobre este aspecto en The Other Side (The Free Press, N.Y., 1964) del mismo autor; en Nuestro derecho a las drogas de Thomas Szasz, y en Drogas: distorsiones y realidades (Revista Nueva Sociedad No. 102) artículo de Rosa Del Olmo.
(8) Silva Forné, D., en Legalización de las Drogas, ponencia presentada en el Primer Congreso Nacional Universitario de Derecho Penal y Criminología, 1992, recopilada en Criminología y Derecho III, Ed. Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 1992, págs. 128-129.
(9) Kennedy N., Efectos clínicos de las drogas psicoactivas: ¿dañinas o terapéuticas?, artículo compilado en Las adicciones: dimensión, impacto, y perspectivas, Ed. El Manual Moderno, México, D.F., 1994, pág. 286.
(10) D.J. Pittman, D.J. Pittman,Alcoholism, Ed. Harper and Row, Nueva York, 1967. págs. 201 y siguientes.
(11) Kennedy N., Efectos clínicos de las drogas psicoactivas: ¿dañinas o terapéuticas?, artículo compilado en Las adicciones: dimensión, impacto, y perspectivas, Ed. El Manual Moderno, México, D.F., 1994, Op. Cit. págs. 287.
(12) Silva Forné, D., en Legalización de las Drogas, Op. Cit. pág. 128.
(13) McKenna, T., El manjar de los dioses de Terence McKenna, Ed. Paidós, Barcelona, 1992, pág. 17.
(14 y 15) Zehentbauer J. , Drogas endógenas: Las drogas que produce nuestro cerebro, Ed. Obelisco, Barcelona, 1995, pág. 52 y pág. 216.
(16) Faraone, R., Televisión y Estado, Ed. Cal y Canto, Montevideo, 1998, pág. 81.
(17) Para una visión más completa de este tema resulta recomendable leer el libro del Prof. Faraone antes indicado de donde he extraído estos datos.
(18) T. McKenna, El manjar de los dioses, op. cit. pág. 276 y 277.
(19) Sobre Leary es posible encontrar buena información en su home page: www.leary.com.


Fragmento del libro Los Fármacos Malditos (Ed. Nordan), Montevideo, 1999. en la categoría Investigación y Divulgación Científica.

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